Poema que habla de un Borges que pone a Dédalo frente al espejo, mientras aguarda sentado en el centro del laberinto




VIGÉSIMO TERCERA VERDAD
Los laberintos son la propia fiera


Nunca se encontraron
ni huellas, ni heces,
ni siquiera un esqueleto de gigante con cabeza de toro
que exhibir en la urna de algún museo griego.
Ciertamente el minotauro solo habitó
en la ficción de una epopeya.
Sin embargo,
existen tantos laberintos como Dédalos.
Basta leer a Borges para darse cuenta
de que cada laberinto
se concreta en los estertores del niño que fuimos,
y ese es el monstruo que nos ocupa.

Cuando por fin duermen los lobos de la casa,
cuando la noche espera cobrarse su tributo,
el miedo aúlla hacia dentro.
Dédalo,
con la cabeza apoyada sobre su almohada de plumas,
construye a un tiempo
laberinto y alas.
Y ahí está el poeta ciego
observando en el centro del duermevela
cómo erige pasadizos para ocultar, sin saberlo,
a la peor de las bestias: el miedo.

El argentino
le podría revelar en su español incendiario
que Pasifae nunca engendró a ningún minotauro;
que el ruido que escucha
es ese vértigo pagano que nos hace huir de la vejez;
pero Borges calla.
Prefiere poner a Dédalo frente al espejo,
mientras la noche,
que arroja carne joven al reflejo de la bestia,
nos acerca peligrosamente al sol.


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