Publicación del primer poemario de Pilar del Pozo
Cada vez
que acudo a la rua Garret al encuentro de la escultura del poeta, me pregunto
quién estará tras el bronce en ese momento: Alberto Caeiro, Ricardo Reis,
Álvaro de Campos, tal vez el propio Fernando Pessoa. Hasta 70 heterónimos llegó
a tener el luso que decía de sí mismo ser una habitación llena de espejos —tal vez borgianos—. Cuando tenía 6 años, mi padre se fue a vivir a
Lisboa y desde entonces, cada verano, visito a ese portugués inmóvil del
sombrero y bigote piramidal. De pequeña
me encantaba sentarme en el metal de la silla vacía que acompaña a Pessoa en la
terraza de A Brasileira —¿cuántas fotos me habrán hecho allí mis padres?
—. Y con el paso de los años, aquel rincón bohemio del
Chiado se convertiría para mí en un lugar de culto, seguramente desde que, hace
ya media vida, llegaran a mis manos los dos tomos de la obra poética del
portugués en una edición bilingüe: me fascinó descubrirlo en cierta forma tan
parecido a Borges. Al igual que para el argentino, la paradoja resultaba ser la
única respuesta posible al sentido de la vida (lo que si se me permite, en sí
encierra una nueva paradoja). Es más, en
esa lírica suya de los sueños y los peros, uno aprende que toda certeza podría
apostillarse con una conjunción adversativa: “Nada sino el instante me conoce”.
Cuento
todo esto porque hace dos años, en ese mismo rincón de Lisboa, a espaldas de la estatua del hombre calmo, sucedió algo
que de alguna manera desencadenó la escritura de este poemario. Aquella tarde de agosto llovía y en vez de
tomarme mi meia de leite en la
terraza de A Brasileira —como acostumbro a hacer siempre— decidí pasar
al interior del local. Mi familia y yo
ocupamos una mesa de mármol hexagonal, frente al enorme reloj del café, más
propio de una estación de trenes antigua. La mesa seguía todavía sin recoger y
entre el desorden de tazas y restos seguramente de pasteis de nata, descubrí un
ticket con algo escrito a mano que llamaba la atención por su cuidada
caligrafía: “Deixem-me ser uma floha de árvore, titilada por brisas” (“Dejadme
ser una hoja de árbol titilada por brisas”). Aquellas diez palabras me
parecieron no sólo estar llenas de lirismo, sino que se convirtieron para mí en
algo parecido a una señal. Desconocía si era el apunte de algún poeta bohemio
de los que acuden a ese café, el estribillo de algún fado o tal vez un verso
del propio Pessoa, quien, por cierto, pudo haber estado sentado en esa misma
mesa de mármol donde yo me encontraba, tomándose una bica absorto en el humo de
uno de los 80 pitillos que se fumaba al día. Descubrí al teclear la frase en
Google que se trataba del verso 45 de Apostila
(Apostilla), un poema de Álvaro de
Campos (el heterónimo más controvertido del poeta) y pensé: por fin hoy sé con
qué Pessoa estoy sentada. A mi regreso a Madrid releí aquel poema, cientos de
veces. Álvaro de Campos no paraba de repetirme: “¡Aprovechar el tiempo! ¡Ah, dejadme no aprovechar nada! ¡Ni tiempo, ni
ser, ni recuerdos de tiempo o de ser! Dejadme ser una hoja de árbol titilada
por brisas”. Llevaba más de 6 meses sin poder escribir un solo renglón de
la novela a la que había dedicado más de 3 años de mi vida. De hecho, a día de
hoy ese relato sigue olvidado en algún archivo que desconozco de mi portátil.
Pero —y
coloco aquí la adversativa pessoiana— aquella pérdida de tiempo, a mi regreso de Lisboa, “paradójicamente”
dejó de importarme. Sólo quería ser esa hoja del árbol de la que hablaba Álvaro
de Campos y para ello volver a componer poemas, como había hecho durante tantos
años de mi vida, ajena a cualquier otra realidad, obligación o certeza. Necesitaba
escribir versos desde los que asomarme a esa mujer que alguna vez pude haber
sido o quise ser. Y con los dos tomos bilingües de la obra completa de Pessoa y
la compañía de otros muchos poetas siempre sobre mi mesa de trabajo (Gioconda
Belli, Luis García Montero, Joan Margarit, Luis Cernuda) regresé a la poesía, la
única guarida donde realmente he sido capaz de sentirme anclada al ahora, si es
que ese ahora realmente existe —porque puede que sea apenas un adverbio de ficción—. En ese septiembre de 2015 empecé a escribir estos
poemas que hablan sobre el amor, las inseguridades, el sexo, los miedos y la
relación con el otro. Se trataba de versos que en muchas ocasiones me
levantaban de la cama para que los escribiera, versos que no he parado de deshacer,
renegar, rehacer, decapitar y asumir. Durante todo ese tiempo (“¿Pero qué es el tiempo?”), si intenté
ser “una hoja de árbol titilada por
brisas” fue tal vez porque quise ser Pessoa. Y aquí, antes de que nadie
ponga el grito en el cielo, precisaré: a sabiendas de que eso es imposible porque,
con absoluta certeza, nadie puede serlo, ni siquiera, él que tuvo que
ficcionarse en tantos nombres . Según Marc Alyn, poeta y crítico francés, Pessoa
fue un hombre inventado por Borges, quien “paradójicamente” nunca llegó a
conocer al portugués y tal vez sólo lo leyó de forma tardía. Pero —y permítaseme terminar con una adversativa— si
no fui el poeta de bronce, porque eso es imposible, al menos a esta altura de
tejados, fantaseé, con merecer la pena aunque solo fuera en un único verso.
“Dejadme
ser una hoja de árbol, titilada por brisas,
La
polvareda de un camino involuntario y solitario,
El
surco dejado en el camino por las ruedas mientras no vienen otras,
La
peonza del chaval, que va parándose
Y
oscila, con el mismo movimiento que el de la tierra,
Y
se estremece, con el mismo movimiento que el del alma,
Y
se cae, como caen los dioses, en el suelo del Destino. “
Apostila, Fernando Pessoa
A ti que sigues oculto
tras la corteza arrugada del tronco.
IN MEMORIAM
Alberto,
te bebiste de un trago la vida
hasta dejar ciegos los girasoles.
SI
FALLARA LA MEMORIA
Quiero dejártelo
por escrito,
por si me olvido
del nombre de esta calle,
del octavo,
del sonido de este
timbre,
de quién abría y cerraba
la puerta.
Por si dejara
de reconocerte
en esta altura de
tejados;
por si un día,
vértigo de los
años,
me fallara la
memoria.
Quiero dejártelo
por escrito
por si no te
supiera amante, amigo, hijo.
Para que ese día me
entiendas si te digo:
“No sé quién eres,
pero sé que eres
mío”.
BORGES
Esto que ahora sé que me pasa,
Borges lo dejó escrito hace tiempo;
yo simplemente lo subrayé
en las fotocopias que aquel joven profesor
nos entregó de El
Aleph.
Leer a propósito de aquella esfera,
origen,
infinito y universo,
fue mi primera prueba diagnóstica.
Aquella mañana de Literatura,
mientras el profesor hablaba
—fantasías metafísicas del cuento,
los límites entre realidad y ficción,
del hombre
que contiene al resto de hombres—,
mientras pensaba en otro
que no erais ni el poeta ciego ni tú,
mucho antes de saberte en la
verticalidad de esta casa,
subrayé algo en aquellas hojas ahora amarillas:
“vi un cáncer en el pecho”,
“mi dormitorio sin nadie”.
Podía haber subrayado
“vi el engranaje del amor” o
“ todas las hormigas del mundo”,
pero en aquel universo de dos centímetros de
diámetro,
encerrado en la paradoja de un sótano,
sentí por primera vez el vértigo de mis miedos:
el miedo a morir,
el miedo a perderte.
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