Publicación del primer poemario de Pilar del Pozo

POEMARIO A ESTA ALTURA DE TEJADOS
                   




Tal vez lo más complicado de escribir un libro sea dejar de hacerlo: saber cuándo parar de añadir, revisar, corregir y  dudar del trabajo hecho. A esta altura de tejados, mi primer poemario, concluyó solo cuando entregué a Jesús Arroyo, mi editor, el tercer borrador definitivo.  Llevaba dos años trabajando en esos poemas y no conseguía dejar de centrifugarlos.  El 8 de marzo de 2019, Día de la Mujer Trabajadora, por fin vio la luz la primera edición y unos meses más tarde, la segunda. Hoy he decidido compartir en este blog ese poemario en el que espero podáis encontrar algún verso en el que guareceros. 


 PRÓLOGO

Cada vez que acudo a la rua Garret al encuentro de la escultura del poeta, me pregunto quién estará tras el bronce en ese momento: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, tal vez el propio Fernando Pessoa. Hasta 70 heterónimos llegó a tener el luso que decía de sí mismo ser una habitación llena de espejos tal vez borgianos. Cuando tenía 6 años, mi padre se fue a vivir a Lisboa y desde entonces, cada verano, visito a ese portugués inmóvil del sombrero y  bigote piramidal. De pequeña me encantaba sentarme en el metal de la silla vacía que acompaña a Pessoa en la terraza de A Brasileira ¿cuántas fotos me habrán hecho allí mis padres? . Y con el paso de los años, aquel rincón bohemio del Chiado se convertiría para mí en un lugar de culto, seguramente desde que, hace ya media vida, llegaran a mis manos los dos tomos de la obra poética del portugués en una edición bilingüe: me fascinó descubrirlo en cierta forma tan parecido a Borges. Al igual que para el argentino, la paradoja resultaba ser la única respuesta posible al sentido de la vida (lo que si se me permite, en sí encierra una nueva paradoja).  Es más, en esa lírica suya de los sueños y los peros,  uno aprende que toda certeza podría apostillarse con una conjunción adversativa: “Nada sino el instante me conoce”.

Cuento todo esto porque hace dos años, en ese mismo rincón de Lisboa, a espaldas  de la estatua del hombre calmo, sucedió algo que de alguna manera desencadenó la escritura de este poemario.  Aquella tarde de agosto llovía y en vez de tomarme mi meia de leite en la terraza de A Brasileira como acostumbro a hacer siempre  decidí pasar al interior del local.  Mi familia y yo ocupamos una mesa de mármol hexagonal, frente al enorme reloj del café, más propio de una estación de trenes antigua. La mesa seguía todavía sin recoger y entre el desorden de tazas y restos seguramente de pasteis de nata, descubrí un ticket con algo escrito a mano que llamaba la atención por su cuidada caligrafía: “Deixem-me ser uma floha de árvore, titilada por brisas” (“Dejadme ser una hoja de árbol titilada por brisas”). Aquellas diez palabras me parecieron no sólo estar llenas de lirismo, sino que se convirtieron para mí en algo parecido a una señal. Desconocía si era el apunte de algún poeta bohemio de los que acuden a ese café, el estribillo de algún fado o tal vez un verso del propio Pessoa, quien, por cierto, pudo haber estado sentado en esa misma mesa de mármol donde yo me encontraba, tomándose una bica absorto en el humo de uno de los 80 pitillos que se fumaba al día. Descubrí al teclear la frase en Google que se trataba del verso 45 de Apostila (Apostilla), un poema de Álvaro de Campos (el heterónimo más controvertido del poeta) y pensé: por fin hoy sé con qué Pessoa estoy sentada. A mi regreso a Madrid releí aquel poema, cientos de veces. Álvaro de Campos no paraba de repetirme: “¡Aprovechar el tiempo! ¡Ah, dejadme no aprovechar nada! ¡Ni tiempo, ni ser, ni recuerdos de tiempo o de ser! Dejadme ser una hoja de árbol titilada por brisas”. Llevaba más de 6 meses sin poder escribir un solo renglón de la novela a la que había dedicado más de 3 años de mi vida. De hecho, a día de hoy ese relato sigue olvidado en algún archivo que desconozco de mi portátil. Pero y coloco aquí la adversativa pessoiana aquella pérdida de tiempo, a mi regreso de Lisboa, “paradójicamente” dejó de importarme. Sólo quería ser esa hoja del árbol de la que hablaba Álvaro de Campos y para ello volver a componer poemas, como había hecho durante tantos años de mi vida, ajena a cualquier otra realidad, obligación o certeza. Necesitaba escribir versos desde los que asomarme a esa mujer que alguna vez pude haber sido o quise ser. Y con los dos tomos bilingües de la obra completa de Pessoa y la compañía de otros muchos poetas siempre sobre mi mesa de trabajo (Gioconda Belli, Luis García Montero, Joan Margarit, Luis Cernuda) regresé a la poesía, la única guarida donde realmente he sido capaz de sentirme anclada al ahora, si es que ese ahora realmente existe porque puede que sea apenas un adverbio de ficción. En ese septiembre de 2015 empecé a escribir estos poemas que hablan sobre el amor, las inseguridades, el sexo, los miedos y la relación con el otro. Se trataba de versos que en muchas ocasiones me levantaban de la cama para que los escribiera, versos que no he parado de deshacer, renegar, rehacer, decapitar y asumir. Durante todo ese tiempo (“¿Pero qué es el tiempo?”), si intenté ser “una hoja de árbol titilada por brisas” fue tal vez porque quise ser Pessoa. Y aquí, antes de que nadie ponga el grito en el cielo, precisaré: a sabiendas de que eso es imposible porque, con absoluta certeza, nadie puede serlo, ni siquiera, él que tuvo que ficcionarse en tantos nombres . Según Marc Alyn, poeta y crítico francés, Pessoa fue un hombre inventado por Borges, quien “paradójicamente” nunca llegó a conocer al portugués y tal vez sólo lo leyó de forma tardía.  Pero y permítaseme terminar con una adversativa si no fui el poeta de bronce, porque eso es imposible, al menos a esta altura de tejados, fantaseé, con merecer la pena aunque solo fuera en un único verso.

“Dejadme ser una hoja de árbol, titilada por brisas,

La polvareda de un camino involuntario y solitario,

El surco dejado en el camino por las ruedas mientras no vienen otras,

La peonza del chaval, que va parándose

Y oscila, con el mismo movimiento que el de la tierra,

Y se estremece, con el mismo movimiento que el del alma,

Y se cae, como caen los dioses, en el suelo del Destino. “

 

                                                Apostila, Fernando Pessoa


  

 

A ti que sigues oculto

tras la corteza arrugada del tronco.

 

IN MEMORIAM

 

Alberto,

te bebiste de un trago la vida

hasta dejar ciegos los girasoles.

 


SI FALLARA  LA MEMORIA

 

Quiero dejártelo por escrito,

por si me olvido del nombre de esta calle,

del octavo, 

del sonido de este timbre,

de quién abría y cerraba la puerta. 

Por si dejara de  reconocerte

en esta altura de tejados;

por si un día,

vértigo de los años,

me fallara la memoria.

Quiero dejártelo por escrito

por si no te supiera amante, amigo, hijo.

Para que ese día me entiendas si te digo:

“No sé quién eres,

pero sé que eres mío”.



                 BORGES

 

Esto que ahora sé que me pasa,

Borges lo dejó escrito hace tiempo;

yo simplemente lo subrayé

en las fotocopias que aquel joven profesor

nos entregó de El Aleph.

Leer a propósito de aquella esfera,

                               origen,  infinito y universo,

fue mi primera prueba diagnóstica.

Aquella mañana de Literatura,

mientras el profesor hablaba

fantasías metafísicas del cuento,

los límites entre realidad y ficción,

del hombre

que contiene al resto de hombres—,

mientras pensaba en otro

que no erais ni el poeta ciego ni tú,

                               mucho antes de saberte en la verticalidad de esta casa,

subrayé algo en aquellas hojas ahora amarillas:

“vi un cáncer en el pecho”,

“mi dormitorio sin nadie”.

Podía haber subrayado

“vi el engranaje del amor” o

“ todas las hormigas del mundo”,

pero en aquel universo de dos centímetros de diámetro,

encerrado en la paradoja de un sótano,

sentí por primera vez el vértigo de mis miedos:

el miedo a morir,          

el miedo a perderte.

 

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