Literatura matrioska


ENSAYO EL LIBRO MATRIOSKA

Hace poco hablaba con mis alumnos de 3º de ESO del IES Humanes sobre los tópicos latinos y quise hacerles entender que nada es realmente nuevo en literatura, aún a pesar de que los grandes autores busquen en cada nueva creación  estrenar la palabra. Andaba yo en estas cuando recordé que hace ya algún tiempo escribí un breve ensayo para la oposición (en torno al  temido tema 41:Las fuentes y los orígenes de la Literatura occidental: la Biblia y los clásicos grecolatinos) en el que reflexionaba yo sobre estas cuestiones:

Las obras de la literatura occidental se abren como matrioskas para descubrirnos en su interior nuevas muñecas rusas de igual belleza que a su vez contienen otras tantas; son libros que resuenan en otros libros que, aún estando separados por siglos o milenios, hablan del mismo amor, de la misma guerra, de los mismos crímenes o de la misma libertad a través de imágenes literarias y tópicos ajenos al paso del tiempo.

Zoe Valdés, en su novela Milagro en Miami nos sorprende con una parábola del bien y el mal en una historia en la que se mezclan los detectives con los santeros, la magia con la realidad y el humor con la denuncia política. Una parábola que, en esencia, aún a pesar de la frescura del relato de la cubana, podemos hallarla ya escrita en las milenarias tablillas de arcilla del poema sumerio de Gilgamesh, datado en el 2000 a.C. Cuando Tolkien, en 1954 escribe El señor de los anillos consiguió crear una de las mayores obras de fantasía épica. Pero hasta un genio como él caminaba a hombros de gigantes. Utilizó legítima y profusamente  una tradición literaria que también arranca de las mismas tablillas de arcilla y que se proyecta a través de  obras como la Ilíada y la Odisea de Homero. Según Borges, a propósito del Gilgamesh, “todo está en este libro babilónico. Sus páginas inspiran el horror de lo que es muy antiguo y nos obligan a sentir el incalculable paso del tiempo”.

Los vedas orientales, el Mahabharata y el Ramayana, El collar de la paloma, Las mil y una noches, la Ilíada, la Odisea, los eddas escandinavos, el Génesis, el Cantar de los Cantares, el Libro de Job, el Apocalipsis, los Santos Evangelios  y tantos otros textos de la antigüedad, lejos de resignarse al olvido de los orígenes de la Literatura, son cimientos que asoman en las páginas de Shakespeare, Huidobro o Machado. Como el Panchatantra, esa colección de cuentos maravillosos de origen hindú, difundidos por persas, árabes y hebreos, donde por primera vez surge la idea de hacer hablar a los animales y de los que no  sólo nos quedan retazos convertidos en proverbios (“la mayor pobreza es la ignorancia”), sino que resuenan sus fábulas en las de Esopo, en el Decamerón de Bocaccio, en los Cuentos de Canterbury de Chaucer o La Fontaine, en El Conde Lucanor, en Samaniego o en Saturnino Calleja.

Los diferentes textos bíblicos, el Antiguo y Nuevo testamento también nutren buena parte de la producción literaria occidental: Santa Teresa de Jesús, Fernando de Rojas, San Juan de la Cruz, Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Machado o el propio Tolkien nos han dejado obras inspiradas en formas, hechos y personajes de los textos bíblicos. En el Quijote hallamos numerosos personajes, topónimos, citas textuales y paráfrasis de los textos bíblicos. Esa ya inmortal frase de Sancho en el capítulo 25 de la primera parte y en el 8º de la segunda diciendo “desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano”, tiene su referente en el libro de Job del Antiguo Testamento: “Y dijo: desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá”.  La costilla de Adán, las ollas de Egipto con las que se alimentaron las doce tribus, David, Goliat, Sara, Sansón, Matusalén también resuenan en el texto cervantino. Pero, como decíamos antes, la influencia de las Sagradas Escrituras también fue la de sus formas, como lo demuestra el empleo del versículo bíblico en la métrica de la Generación del 27 o la recurrente temática del cainismo en los autores del 98 abordada por Machado en su extenso poema La tierra de Alvargonzález, también filosofado o poetizado por Borges quien termina su Milonga de dos hermanos diciéndonos: “Es la historia de Caín que sigue matando a Abel”. La imagen del árbol que aún talado y marchito es capaz de criar retoños que aparece en el Libro de Job  anticipa claramente el celebérrimo poema A un olmo seco de Antonio Machado: “A un olmo viejo, hendido por el rayo/ y en mitad podrido,/ con las lluvias de abril y el sol de mayo,/ algunas hojas verdes le han salido”. El Libro de Job también contiene la idea y técnica alrededor de la que Borges construye su literatura: ese razonar poetizando suyo. El tema y la técnica del viejo texto hebreo es el tema y la técnica del moderno escritor argentino. También Baltasar Alcázar hace protagonista al bíblico Job en uno de sus epigramas:
 A Job el diablo tentó
con tanta solicitud,
que los bienes, la salud
y los hijos le quitó.
Más no pudiendo vencer
su virtud, por inquietarle,
trató de desesperarle
y le dejó... la mujer.

Incluso un autor tan poco propicio a la inspiración religiosa como Espronceda, en su elegía A la patria traduce literalmente las Lamentaciones de Jeremías. O el propio Nietzche: en Así habló Zaratustra, da a su obra forma de evangelio (el quinto evangelio, que decía Nietzche).

Pero, junto con la Biblia, la literatura grecolatina es el  verdadero punto de partida para los escritores de los dos últimos milenios. El soneto Amor constante más allá de la muerte de Quevedo, con su famoso último verso: “polvo serán, mas polvo enamorado”,  es una recreación libre de una elegía de Propercio, al igual que El viaje definitivo de Juan Ramón Jiménez consiste en una bella reinvención de una oda horaciana:

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando:
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

¿Dónde sino en la literatura grecolatina se forjan los grandes tópicos de la literatura: el carpe diem, el foedus amoris, remedia amoris o el vbi sunt?, ¿Dónde sino en la literatura griega nacen la épica, la lírica y, sobre todo, la tragedia, la comedia y el drama? ¿Dónde sino en la novela griega está el origen de los libros de caballería y, por extensión, de el Quijote? ¿Dónde sino de  Herodoto, Tucídides o Jenofonte se embebe la novela histórica de la literatura occidental? ¿Dónde sino en el Satiricón de Petronio o El asno de oro de Apuleyo encontramos el primer modelo de novela picaresca?  La oratoria y la filosofía nacieron en la Grecia clásica . Muchas centurias antes de la publicación de El amante de Lady Chatterley o Lolita, los griegos estrenaron la temática erótica con Nino y Semírami, novela que tanto influyó en Bocaccio o Chaucer. Un tema, el del erotismo, también abordado por la lírica griega y que fue retomado por la Literatura occidental en sus jarchas y cancioneros.  La propia Divina comedia sólo se entiende en la Eneida así como la poética de Garcilaso mana del bucolismo clásico de Ovidio, Virgilio y Horacio. Son, precisamente estos y otros autores grecolatinos los que dotaron de mitos y moldes a toda la literatura occidental posterior.  Sus dioses indiferentes y crueles como Apolo, Zeus y Afrodita; sus razas fantásticas y temibles de centauros, faunos o sirenas, sus monstruos horripilantes como la hidra, la esfinge o las górgonas y sus héroes valerosos y humanos, como Ulises, Jasón o Teseo son fuente de inspiración inagotable para la literatura occidental.
Uno de los mitos más poetizados tal vez sea el de Dafne y Apolo. Dos autores aúreos, Gracilaso y Quevedo, en sendos sonetos, nos aportan su versión de la metamorfosis de la ninfa: renacentista, en el de Gracilaso (“A Dafne ya los brazos le crecían/ y en luengos ramos verdes se mostraban”) y otra más barroca centrada en la persecución de Apolo a Dafne, en la de Quevedo (“ Tras vos un astro va corriendo, Dafne,/ al que llaman sol y vos, tan cruda)”.

No menos frecuente en las letras occidentales fue el mito de Ariadna. Si Cervantes hace referencia socarrona al hilo de Ariadna llamándolo la soga de Teseo en El Quijote, Góngora sonetiza las quejas de Ariadna tras su abandono en un poema titulado A Ariadna, dejada de Teseo. En La casa de Asterión, Borges arrastra a su protagonista a perderse en el temible laberinto del minotauro, por no hablar de la interpretación mucho más osada que de este episodio mitológico realiza el controvertido poeta Tomás Harris en El minotauro sin su laberinto describiendo a un Teseo yonki y eyaculador precoz. José Saramago, por su parte, en su Ensayo sobre la Ceguera, revisa el mito de Casandra. También el episodio de la manzana de oro “para la más hermosa” de entre Juno, Atenea y Venus, y que terminó en la guerra de Troya, es recogido en numerosos romances, el Libro de Buen Amor o La Celestina.

Uno de los géneros de la poesía griega que más influyó en las letras europeas, fue el de las anacreónticas, cuyos versos ensalzan placeres de la vida como el vino, el sexo o la conversación. Quevedo, Esteban Manuel de Villegas, Juan Meléndez Valdés o el propio Goethe imitaron el modo poético que inicia  Anacreonte y que Ovidio llevó a su plenitud. En  un extenso poema lleno de erotismo del poeta latino, el sujeto lírico sueña con convertirse en anillo y, dejo que hablen sus versos: “Si quisiera tocar los pechos de mi ama e introducir mi mano izquierda por su túnica y, aún estrecho y ceñido me escurriría de su dedo y suelto caería en su seno con maña extraordinaria”. Pero si Ovidio sueña con hacerse anillo, en una composición anónima medieval titulada De pulice libellus (El poema de la pulga), el enamorado imagina que se convierte en pulga para escudriñar y tantear todos los recovecos del cuerpo de su amada. También los hubo que soñaron ser zapatilla, túnica o incluso aire con tal de acercarse a su amada.

Pero entre  los libros que más resuenan en otros libros  está El banquete de Platón. En él se halla el origen de la concepción amorosa que recoge toda la literatura occidental: su teoría del andrógino. Platón se preguntaba por qué hay hombres y mujeres y sostenía que, originalmente había un único sexo que era el andrógino. Un día los mortales se rebelaron ante los dioses quienes les dividieron en dos partes como castigo. Desde entonces, cada ser añora a su mitad; y eso es el amor, la nostalgia que tenemos todos de volver al andrógino, la nostalgia de volver a ser uno. Todavía en el siglo XXI, la idea del andrógino pervive en la expresión popular  “encontrar tu media naranja”. Juan Ramón Jiménez se hace eco del mito platónico en sus versos “vivir, desde el principio, es separarse”, “lo que yo llamaba olvido/ eras tú”. También Platón fue el primero en dejar constancia escrita de la importancia y origen de la mirada en el proceso de enamoramiento, Según el filósofo griego, las miradas de los amantes se comunican en un lenguaje espiritual. El poeta P. Salinas dirá algo parecido en 1933: ¿Por qué , si me miras/ me asombro/ de ver que mi alma /devuelve a tus ojos/ tu misma belleza?. La retórica antigua también es la causante de la mala imagen que la mirada tiene en infinidad de poemas de la literatura occidental, al considerarla causante del enamoramiento.  “Me puso sus dos ojos sobre/mis dos ojos/ Y todo/ lo vi ya negro” (J. R. jimenez) o “Cuando miro a tus ojos,/profunda muerte o vida que me/ llama” (V. Aleixandre).

Incluso la tradición grecolatina ha sido exigente con el color de los ojos; verdes o azules, tópico que llegará al romanticismo como demuestra uno de los poemas más conocidos del siglo XIX español, escrito por Bécquer: “¿Qué es poesía, dices mientras clavas/ en mi pupila tu pupila azul. /¿Qué es poesía?/ ¿Y tú me lo preguntas? Poesía ... eres tú”.

En definitiva, cuando leemos un libro, leemos también los otros miles de libros que hay escritos entre sus líneas. Los libros que consciente o inconscientemente lo nutrieron, lo hicieron libro. Escritos en tantos idiomas y, a la vez, en una única lengua, la de la palabra.

Para un profesor de Lengua  castellana y Literatura lo más importante es hacer que el libro se abra y que sea leído, sin necesidad de empezar por la Ilíada o la Eneida... Sus lecturas están presentes en muchos otros libros de lectura más fácil para nuestros alumnos. No importa empezar a leer por el final, por la última novela, incluso en ella también hallaremos algún milenario renglón del Gilgamesh. Podemos emplear las trepidantes aventuras de Alatriste para enganchar el interés del alumno hacia Quevedo y Góngora, hacia el Lazarillo de Tormes o hacia otros libros de aventuras, como la Odisea u otros relatos épicos. Con un solo libro, con uno sólo, el alumno empezará la lectura del libro de todos los libros.

Comentarios

Entradas populares