LUPANAR

 


Cada vez que escucho la palabra lupanar inevitablemente experimento la sonoridad de algún barrio de Río de Janeiro:  Ipanema, Maracaná, Cascadura.  Me parece absolutamente bella en su forma. Procedente del latín, lupa es el femenino de lupus (lobo), por lo que se podría entender que se refiere al lugar habitado por lobas. Sin embargo, aunque en ocasiones las lobas del lupanar meen en la calle, no son cánidas sus pobladoras, sino hembras sapiens como yo o como la madre que parió a los proxenetas y tratantes, mujeres que veden su sexo porque el sí siempre es sí a la luz de un farolillo rojo. Y una vez que a uno le llega el zarpazo de su  significado, cómo no enseñarle los colmillos al referente. El ciudadano de a pie medio (de clase social media, medio acomodado , medio progre medio liberal pero en todo caso siempre solo libre a medias) pensará para sí ¡Que el legislador prohíba y clausure el lupanar, que penalice la boca del lobo que mercantiliza y esclaviza el cuerpo de la loba! _ojo que cada vez son más los lobos macho explotados sexualmente, por no hablar de los lobeznos_. Las leyes, no obstante, en muchos casos tienden a marginar (en el sentido de llevar a un margen de la ciudad, de la carretera o del descampado) la prostitución, pero no abordan y solucionan esa necesidad y/o imposición a la mujer de ejercer una actividad económica que en 2018 generó 3700 millones de euros, es decir el 0,35% del PIB en nuestro país. La mirada del feminismo parece haberse clavado en el techo de cristal del IBEX 35, en esa representación paritaria de la mujer en los cargos de decisión de Zaras, Telefónicas y CEPSAs e, incluso, bajo apariencia de justicia histórica dirige su proyectil morado contra todo aquello que tenga que ver con el hombre, entendido como enemigo público de los intereses de la mujer. Desde mi perspectiva de periodista, profesora y mujer madura (algo que Maruja Torres ha sabido poner tan magistralmente en valor) considero que nos estamos equivocando al aullar al hombre para que se arrepienta de haber nacido macho biológico de la especie. No creo que en España a día de hoy (insisto, en España a día de hoy) ninguna gran compañía en su sano juicio empresarial esté dispuesta a renunciar al talento de un directivo por cuestiones de ideología machista; ni creo que ningún partido con intención de ganar unas elecciones se atreva a prescindir del carisma de mujeres como Isabel Díaz Ayuso, Yolanda Díaz o Mónica García.  De hecho,  no he encontrado ninguna evidencia a lo largo de mis trece años como profesora de que en la carrera docente se requiera de imposiciones legislativas para que las mujeres formemos parte de los Equipos Directivos de las escuelas públicas. Y no me imagino el ilustre y seguro que hermoso culo femenino de Rosa Montero sobre el acolchado del asiento académico solo por una cuestión de paridad y no por sus sobrados méritos.  Por cierto, por si estas líneas llegaran rectas hasta la Carrera de San Jerónimo, señores y señoras diputados, diputadas y diputades, quiero que conste en acta que el desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en su forma masculina y femenina no solo no sirve para combatir el machismo, sino más bien una tiene la sensación de lo contrario: parece que se nos habla desde la condescendencia más patética, por si se nos olvida a las pobres mujeres que en España, todavía a día de hoy (insisto, en España todavía a día de hoy), somos la parte desprotegida, marginal y débil del relato, de ahí la importancia de cara a las urnas de vigilar aes y  oes. No entiendo la obcecación de ciertos sectores del feminismo con el género de las profesiones: qué problema hay en que mujeres y hombres seamos médicos, pilotos y abogados, con o, y que haya hombres y mujeres artistas, deportistas y astronautas, con a (no es una cuestión de morfema de género, sino de número de profesionales de uno u otro sexo; la escuela y no la imposición lingüística es la que se ha de encargar de que exista proporcionalidad entre género y número en las ingenierías, en las filologías o en la judicatura). El feminismo “bueno” (algo a tener en cuenta para participar en una u otra manifestación del 8M) yerra, a mi juicio, en esta cuestión. Para convertirme en una feminista “de primera”, me niego a ralentizar y volver repetitivo mi discurso con la ultracorrección del lenguaje inclusivo que prohíbe el uso del plural genérico de  alumnos, profesores, padres o compañeros; maquillar el continente nos distrae de la urgencia de zamarrear otros contenidos como los abusos de la policía moral en Irán o, algo más cerca de la Puerta del Sol: cómo no conviene poner una denuncia por violencia de género en fin de semana porque solo existe la figura del trabajador social en las comisarías de lunes a viernes. Ojalá el problema fuera  morfológico, pero me temo que hasta en los arrabales se sabe que esta cuestión nunca fue fundamentalmente lingüística; tiene que ver con la trata de mujeres, la pobreza, la marginalidad, el abandono, el absentismo y fracaso escolar, el consumo temprano de drogas o la violencia dentro de la familia. Y la solución no nos espera sentada en ninguno de los sillones de la RAE, sino en las butacas de los hemiciclos de la política. Los gobiernos sí tienen la responsabilidad de arbitrar medidas para que desde los cimientos donde crecen las esquinas se consigan esos recursos necesarios para que ninguna mujer sea obligada o necesite prostituirse y, ojo, también para que ningún hombre se aproveche de las miserias del lupanar para consumir placer; todo lo demás es una cortina parecida al penacho que dibuja el cigarrillo del chulo. La solución, lejos de ser la pátina del lenguaje inclusivo,  pasa por dotar de más profesionales en los departamentos de orientación de los centros educativos y los servicios sociales de los ayuntamientos, la reducción de la ratio para poder dar una atención más individualizada al alumno, más profesores y más horas para la coordinación entre los docentes, más educación sexual, aumento de las plazas públicas de Formación Profesional, especialmente de FP Básica… La buena educación, la reducción de la marginalidad y la formación pueden ayudar a reducir el consumo y la práctica de la prostitución. El lenguaje inclusivo (que, por cierto, carece de la sonoridad  carioca) no echará el cierre al lupanar y las lobas se merecen que algún gobierno se atreva por fin a romper el techo (si no de cristal, sí de escayola renegrida) de su hábitat milenario.

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