Relato breve sobre el amor, los croasanes y París
RELATO BREVE CROASANES, MON AMOUR
Acaba de
despegar el avión. Te recuestas en su
hombro; encuentras en él un refugio pacífico en el que intentas olvidar tu
miedo a volar. Un mes le es suficiente para saberte nerviosa y te susurra en
francés: mon amour, mon amie. Os queda
una hora para repasar juntos un idioma extranjero. Bonjour, buenos días; bonsoir, buenas noches…
Algunos besos interrumpen la clase y, aunque ya no sois unos críos, a 1000 pies
de altura el amor se yergue en tu mano
para que lo disfrutes. Deprisa, deprisa.
Vuestro
nivel básico de francés aterriza en el Charles de Gaulle, puntual, a las 11:30
horas. Un cielo color cemento preludia lluvia y te anticipa el aspecto triste
de la periferia parisina. Desde la
ventanilla del minibús te impacientas por ver paisajes de postal; no tienes
ojos para la ciudad de carne y hueso que, como tú, vive de alquiler en un
barrio obrero. Las fábricas, las naves, los bloques de viviendas de ladrillo
visto, los hombres que llevan prisa, los coches viejos, los graffities … No, no
son de tu interés turístico. Por fin los Campos Elíseos, el Arco de Triunfo. El
autocar os deja en la Rue de Tourelle, donde os espera vuestro hotel de tres
estrellas. No te fíes de las estrellas francesas, te advirtieron en Madrid. Ha empezado a llover y aunque es una lluvia
hospitalaria se abren los paraguas del resto de viajeros. Tú sólo venías preparada para el amor, pero
no te importa mojarte. Antes de entrar
en el hotel, Párate un momento, te dice, y pruebas de sus labios la lluvia
tibia de París. ¿A qué viene ahora ese otro miedo? Ya en la habitación,
deshacéis primero el equipaje y luego la cama. Te canta al oído el inevitable Voulez-vous coucher avec moi…? Normalmente protestarías por ese molesto crujir de
muelles de colchón de tres estrellas, pero, oh lalá, estáis en París y aquí no importa
que el amor haga ruido. No, no te
importa mojarte.
El
apetito de las sábanas da paso al hambre del mediodía y salís del hotel con sendas
sonrisas tontas y sendos chubasqueros hacia el Sena, por el puente Saint
Michell. Se os han mojado hasta los bajos de los vaqueros y avanzáis por el
barrio latino con pasos de fregona. Alguien os habló de un restaurante tirado
de precio por la Rue Pecquay, pero llueve abril y buscáis refugio bajo un
toldo rojo de la Rue Montparnasse. Qué bien huele aquí, piensas en alto y termináis bebiendo sidra y comiendo
deliciosos creps salados. De postre solo se sirven besos con lengua en la
Creperie Josselin.
La
lluvia insiste en quedarse y os hacéis a la idea de su compañía en vuestro
primer paseo a orillas del Sena. Volvéis a cruzar el río y caéis en la cuenta
de que la tormenta está de vuestra parte: podréis entrar en Notre Dame sin
esperar colas y apuráis el paso sin resistiros a la manida foto del bronce del
kilómetro cero. Mientras admiráis la vieja catedral le gorgoriteas erres francesas,
a lo Edith Piaf, y vuestras risas se mezclan con el tañer
de campanas de Quasimodo. Se os ha quedado mirada de gárgola al subir a la
torre y avizorar el Sena, sus puentes y la
isla de la Cité.
¿Por qué
no vamos ahora….? Te da igual cómo termine él su frase. Estáis en París y aquí
no importa a dónde te lleve el amor. Petit Pont,
Pont Saint-Michel, Place du Chatelet, Boulevard de Sebastopool. Por fin, el andamiaje del Pompidou.
No entiendes nada de arte moderno, pero te sirven sus explicaciones sobre lo
que el artista intenta transmitir con esa habitación llena de ropa con olor a
polvo o ese enorme rinoceronte rojo de fibra de vidrio. En realidad,
reconócelo, no escuchas su perorata, solo le observas al hablar. Te gusta oír
su voz; te gusta cómo mueve sus labios, te gustan sus labios. Los recuerdas
comiendo en el hotel de tres estrellas. Un dólar de plata por tus pensamientos,
te dice con esa misma boca y tú le contestas: ¿Por qué no vamos…?
Cogéis el metro en la estación
de Rambuteau en un enredo de trasbordos y escaleras hasta Opera. Durante el
trayecto huelen muy mal los vagones y distraes el olfato con el recuerdo del
olor a creps de Montparnase. ¿Te has fijado en que en el metro nadie sonríe,
nadie mira a nadie?, le comentas. Porque en realidad no son hombres, son sólo
cruasanes, te explica. Al salir a la calle, París bien vale una misa. Os
sorprende aquel paisaje de mármoles y dorados.
Pero aplazáis para mañana vuestra cita con la Ópera de París y el
Louvre. Ha dejado de llover y aunque estáis algo cansados, a él le apetece callejear y a ti te apetece andar a su lado, a donde
quiera llevaros París. Y le descubres hablándote de cine, de libros y de su
infancia. Y te descubres callando amores
pasados, heridas que aún supuran y tantos sueños rotos. No puedes evitar sentir
un látigo de tristeza. Él te sabe ahora triste y te da un beso en la frente que
te recuerda a cuando eras niña. Tomáis la rue Therése y desembocáis en una
plazuela sin reparar que la gran escultura que la engalana es la de Moliére. Os
sentáis en una brasserie. Vuestras manos engarzadas estorban al camarero al
servir los cafés. Calláis los dos en un silencio pactado, como si solo hubiera
en vuestra mesa una sola silla. Los sorbos lentos que dais al café crème
deshojan amor y dudas pero no consiguen retrasar el ocaso y os ponéis de nuevo
en marcha. ¿Por qué no vamos…?
Se os echa encima la primera
noche en la ciudad extranjera. París os devuelve al hotel, os quiere entre sus
sábanas. Deprisa, deprisa. Me gustaría arreglarme antes de ir a cenar, le
mientes. Yo quiero comerte antes de cenar, te replica. Quedan muchas horas para
que mañana sea otro día y todavía tenéis que intercambiar muchas posturas antes
de probar el coq au vin y visitar el
Moulin Rouge. Tomáis el metro hasta la parada de Blanche. De nuevo, dos corazones saciados viajan entre
cruasanes.
Han pasado dos años desde aquel
viaje a París. Él ya no está para apretarte la mano _ya te lo decía: deprisa,
deprisa_, pero aquel primer día en París permanece intacto en tu memoria y cada
vez que vas en metro y la gente no sonríe piensas en cruasanes.
Incluido en la antología VI Premio internacional Relatos de mujeres viajeras 2014
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