Relato breve sobre Lisboa

LA CIUDAD SIN ERRES

Esta vez me toca contar kilómetros sola; no quiso entender mi mensaje en la botella. Él se lo pierde _me resigno, ¿qué otra cosa puedo hacer?_.  El camino me lo sé de memoria. Lisboa no tiene pérdida: A V, todo recto hasta llegar al puente rojo. He estado muchas veces, aunque tal vez en distintas vidas. Pasado Navalcarnero, el asiento de mi Renaul Clío blanco se vuelve diván: mientras sostengo el volante hago  inventario de mi vida e intento no verme como un barco hundido. Estoy tan ocupada pensándome, pensándole, que no reparo en la belleza del paisaje. La bruma del puerto de Miravete, el muro de adelfas de la mediana, el vuelo de los buitres, el azul esmeralda del Tajo _tal vez me perdone el río y tengamos una nueva oportunidad en Lisboa_.  Sólo paro a repostar; sólo en los peajes que tanto me cabrean. Los nombres de ciudad que leo en los carteles de la autopista portuguesa me resultan indiferentes: Elvas, Évora, Setúbal. No son Lisboa. Lis-bo-a. Siempre me gustó el nombre de la ciudad sin erres, su sonido a olas de mar.

Por fin Almada, Cristo Rey y otro maldito peaje  para cruzar el puente 25 de Abril. Elijo el carril pegado al río para escuchar el roce de los neumáticos contra las rejillas metálicas y dejar así de centrifugar pensamientos. Disfruto del primer sorbo de Lisboa y me relamo la espuma que me deja todo aquel batiburrillo de colores: rosa, amarillo, verde, azul. Cuánto se echan en falta en el ladrillo visto de Madrid. 

Comienza a llover, pero no me importa.  Llueve  mucho en Lisboa y por eso es obligatorio pedir el café acompañado de un vaso de agua: para que no se inunde la ciudad sin erres. El braceo del limpiaparabrisas convierte el paisaje en un cuadro de pintura naif. Me dirijo a la Baixa, por la avenida 24 de Julio, orillada por el tren y el Tajo _ahora sólo tengo ojos para el río y creo que me llega su perdón_. Ya en el Rossio, el agua parece barnizar el cardenillo de las estatuas ecuestres, los adoquines de las aceras, los azulejos azul cobalto de las fachadas y sus tristes desconchones. Yo sólo miro, conduce Lisboa. 

Rua da Prata, Calçada de São Francisco.  Debería pasarme primero por el hotel que he reservado en la Avenida da República pero Lisboa me aparca el coche; quiere llevarme a su Barrio Alto. Muchos paraguas caminan civilizados por la rua do Carmo. Se abren camino: Com licensa, com licensa. Desde un puesto ambulante me llega el sonido del primer fado. Vuelvo a pensarle bajo la loneta de mi paraguas negro. Avanzo por la rua Garret y me encuentro al poeta sentado; yo quisiera llamarlo por su nombre: Alberto, Álvaro, Bernardo, Ricardo;  en su bronce me obligo a leer Fernando, como cada vez que he estado frente a aquella estatua con sombrero de Pessoa.

Lisboa me abre la puerta de A Brasileira. Mmmmm. Huele a café y no hay mejor café que cualquiera de Lisboa. Me reciben espejos, mármoles, dorados y ese enorme reloj más propio de una estación antigua. Me decido por una mesa hexagonal. Desde su rareza pido una bica cheia, un pastel de nata y, por supuesto, un vaso de agua, para que no se inunde Lisboa. Sé que volveré a Madrid sola y me refugio en el calor de uma bica cheia que bebo a pequeños sorbos. No quiero que se acabe nunca; sólo en Lisboa un café puede durar una vida, pero necesito ir al baño. En la puerta del servicio me fijo en dos  versos de Pessoa que alguien escribió con mala letra y cuya traducción al castellano sería algo así como “No llueve ya y el vasto cielo es una sonrisa imperfecta”.

Nuno, que también está solo en otra de las mesas hexagonales, ya ha pagado mi cuenta. Le doy las gracias en un mal portugués, y él me responde en un casi perfecto español _ su padre resulta ser gallego_. Lisboa no quiere poner una estatua de poeta entre nosotros y me obliga a sentarme. Él todavía tiene casi entero el café _insisto, sólo en Lisboa un café puede durar una vida_ y pide otra bica eterna para mí. Empezamos a hablar de sus cosas y de mis cosas, de poesía, de fados, de los tacos que decimos los españoles, de la Troika, del nombre de mi hotel, de lo cerca que está de su casa, de mi número de teléfono, de nuestra cena en un pequeño restaurante cerca de la Avenida de Ceuta.

“No llueve ya y”, ahora, “el vasto cielo” de la ciudad sin erres es “una sonrisa imperfecta”. 

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