Relato escrito con polvo de tiza

POLVO DE TIZA

El semáforo se ha puesto en verde para los peatones. Cruzo presurosa hasta la mediana sorteando charcos y prisas ajenas. Cartera con cremallera reventada en la mano izquierda, paraguas verde  de varillas maltrechas en la derecha y el Deep on the water de mi móvil que suena dentro de mi bolso. En esta mediana de pies impacientes y baldosas dislocadas, una boca de anciano me acerca hasta mi oreja izquierda un ronco pero armonioso Eres tan. El aguacero no me impide obligarme a reflexionar sobre lo ocurrido. Una boca de anciano acaba de decirme Eres tan. ¿Eres tan? Observo cómo la boca del enunciado a medio terminar se aleja dejándome incompleta. Desaparece oculta tras la brillante loneta de un clásico paraguas negro de bastón. Yo, sin embargo, me quedo clavada, sin manos para encontrar el móvil, sin pies para avanzar y sin capacidad para dar con el adjetivo que calló la boca de vil anciano: guapa, culona, torpe, cobarde, insegura, tímida, neurótica. Abuelo, esto no se me hace. Permanezco en aquel punto medio, cargada cual sherpa, frente al semáforo ya bermejo. No me importa. ¿Qué diantres me habrá querido decir? Eres tan. ¿Tan qué, boca de anciano? ¿Tan qué? Odio las cosas a medio acabar. Sería incapaz de no apurar una copa de vino o dejar a medias una película; ni siquiera el Novecento de Bertolucci. Llueve todo abril sobre la escueta superficie convexa de mi paraguas verde de bolsillo y me pregunto si habré escuchado bien lo que la boca de anciano acaba de decirme. Tal vez ni siquiera se dirigía a mí.

Los neumáticos de un autocar de ruta vacían en mis pantalones uno de los charcos de la calzada. El semáforo vuelve a estar en verde y cruzo al otro lado con esta incógnita que me pesa casi tanto como los bajos empapados de mis vaqueros. Hola, Ana. Hola, Ana. Hooola, Aaana. Tres bocas adolescentes me recuerdan adónde me dirijo. Hola, chicos. Javier Blanco, el profesor de Química, apura un Fortuna bajo el tejadillo de la entrada del instituto. Lluvia y humo que bien podría ser niebla. Saluda con un anodino Ahora nos vemos. ¿Qué esperabas? Nada que ver con el Siempre nos quedará París con el que Bogart se despide  de  la  Bergman. Decepcionada, encojo de hombros mi paraguas para  pasar por la cancela. Esto no es  Casa Blanca. ¡Maldito paraguas! Eres tan. Consigo volver a abrirlo tras una dura batalla. Quince escalones, diez metros de patio y un bordillo: es todo lo que me queda para resguardarme del aguacero. ¡Pero si vas calada hasta las orejas, Carla! No me gustan los paraguas, Ana. Eres tan. Estoy a punto de alcanzar el apretado saledizo del pabellón principal. Antes de poner  pie en tierra firme, siento una última explosión sobre mi paraguas; la del río del vierteaguas de cuya existencia desconocía hasta la fecha. Tras el susto, por fin a cubierto. No puedo quitarme de la cabeza la boca de anciano. Eres tan. Eres tan. Dejo la cartera en el suelo, cierro de  forma poco artística el paraguas verde de varillas maltrechas, observo que me acaba de llamar el 1004 (¿a las 8:25 de la mañana?), apago el móvil  y me dispongo a comenzar un nuevo día de clases del mes de abril. Eres tan, me repito. Suena la desagradable sirena; la sustituiría por el grito de Tarzán de Johnny Weissmuller. Prisas, gritos, mochilazos. ¡Cuidado! Hola, Ana. Hola, ¿qué tal el fin… Antes de terminar la pregunta,  la cara de Mercedes, la conserje, desaparece entre las mojadas cabelleras que inundan la entrada del centro. 

No tengo tiempo de pasar por la sala de profesores para dejar los fardos. Mi paraguas chorrea abril. Eres tan. Hola, profe. Hola, Sergio. Tenemos el examen antes del recreo, profe. ¿Te has leído el libro esta vez? Profe, ya verás qué examen te hago. Mejor que el último, seguro. Claro, profe, como solo puse el nombre. Y con faltas, Sergio. Y con faltas. Profe, es que no me dio tiempo a repasar. Sergio se sonríe.  Claro, sería eso. Me sonrío. Profe, que yo cuando me pongo… Cuando me pongo, ¿qué? No. Más oraciones incompletas no. Céntrate en el Eres tan de la mediana. ¿Qué soy? ¿Soy tan qué, boca de anciano? ¡Boca de anciano, contesta! ¿Soy tan qué? Intento, sin éxito, vadear mi neurosis. Juro que lo único que he desayunado es un té verde con dos cucharadas de azúcar. Avanzo con pasos de fregona por el pasillo; tengo clase con 1ºC. Una boca de anciano se lleva mi definición bajo la brillante loneta de un clásico paraguas negro de bastón. Y ahora, ¿quién me dirá qué soy? ¿Mi madre?, ¿mi ex?, ¿Javier Blanco?, ¿mi perra Greta? ¡Maldita seas, boca de anciano! 

¡Que viene la de lengua! ¡Sentaos! ¡Ana Molina! Hooola, Aaana. Un coro desacompasado de voces me anuncia que ya estoy en clase. Espero hasta que terminan de gritarse, sentarse, contarse, susurrarse. Espero su silencio. El milagro llega a los veinte segundos. Buenos días, chicos. Ahí está, el eterno lienzo de un aula de la escuela pública: verde, el de las mesas y sillas; sobre  blanco, el de las paredes protegidas por un sufrido zócalo de azulejos del mismo color al que comienzan a faltarle ya algunas piezas.  Un mapamundi político, una pizarra finisecular y 6 murales sobre la formación de volcanes completan la decoración.  ¡La que está cayendo, profe! No hago caso a la observación de Julio. No quiero que la clase derive en conversaciones propias de ascensor. Ya despojada de maleta, paraguas y bolso, hago la rutinaria instantánea de las faltas de asistencia. Hoy  solo cuento una ausencia: el hiyab blanco de Nahla. ¡Qué guapa estás, Nahla! Es la primera vez que la veo sin su pañuelo. Tienes un pelo precioso. Grasias, priofe. Hoy vamos a practicar la expresión escrita.  Tendréis que redactar un pequeño relato. Me interrumpen. Surge la habitual rueda de preguntas. ¿Cuánto tiene que ocupar? Unas 10 ó 15 líneas. ¿Y pueden ser  8? Si es lo que te exige la historia, ¿por qué no? Entonces, ¿entre 8 y 15 líneas? ¿Y no puede ser de más de 15? Si la historia pide un renglón más, tendréis que dárselo, caramba. ¿La escribimos en una hoja aparte? Sí, luego las recogeré. ¿Las vas a ricoger? Recoger, Nahla. Y sí, las recogeré al final de la clase, como acabo de decir. ¿Cuenta para nota? ¿Queréis saber también si ha subido el precio del billete de metro? Eso es sarcasmo, ¿verdad, profe? Como suele suceder, la clase se divide en dos microcosmos: el de los alumnos que se impacientan por empezar la actividad y el de los que todavía confían en un giro inesperado de guion. Estos últimos luchan por sortear el reto, por retrasar el esfuerzo. Profe, que es primera hora, recuerda Yaroslav. Eres tan. Es muy divertido. Eres tan. ¡Profe, a saber qué entiendes tú por divertido! Con lo rara que eres, advierte Teresa. Un momento: ¿soy rara? Eres tan. Emplearemos la técnica del binomio fantástico. ¿Binomio qué? Binomio fantástico.  Ves, es que mandas unas cosas más raaaras. Vuelve a ser Teresa. La palabra rara por segunda vez. ¿Y si era ese el adjetivo? Ra-ra. Tal vez la boca de anciano se comunica conmigo a través de la boca de alumna. A ver, necesito ayuda. Tenéis que elegir dos palabras que no tengan nada que ver entre sí. Andrea y… tú, Teresa. Noooo, prooofe, se lamenta inútilmente. Pensad en una palabra cada una; un sustantivo concreto. ¿Y qué era un sustantivo concreto, profe? Eres tan. Creo que sigue siendo lo mismo que el viernes pasado cuando lo expliqué. Suspiro, respiro y explico. Es aquella  palabra que designa una realidad que se puede percibir por los sentidos. ¿Bolígrafo? Sí, bolígrafo. ¿Borrador? Sí, borrador. ¿Coca-cola? Sí, Coca-cola. ¿Pizza? Sí, pizza y peroné y página y percebe y pérgola y perdigón y perdiz. Lo hemos pillado, Ana. Lo celebro. ¿Cuál es el tuyo, Andrea? Lluvia. Claro, como está lluviendo, apostilla Yaroslav. Será lloviendo, animal, apostilla Andrea. No es animal, es ruso, apostilla jocoso Sergio. Estás que sí: soy ucraniano, apostilla Yaroslav.  Me sirve lluvia, gracias.  ¿Y tú, Teresa, en cuál has pensado? Anciano. ¿Anciano? ¿Ha dicho anciano? Eres tan, eres tan, eres tan. ¿Por qué anciano?, pregunto mientras toda la sangre de mi cuerpo se concentra en corazón y cerebro. Eres tan, eres tan, eres tan. No sé, profe. Imagino que porque hoy me ha traído mi abuelo al instituto y… es lo primero que se me ha ocurrido. ¿Teresita, tu abuelito te trae de la manita al cole y te lleva la mochilita? Se mofa Julio. No, ha sido sólo hoy. Él vive en Berlín.  ¿Es alemán? Sí.  ¿Y si la boca de anciano que me habló en la mediana era la del abuelo alemán de Teresa? ¿Y si yo entendí un Eres tan donde solo había un… un Teresa con acento extranjero? Si ordenamos de otra manera las letras que contiene el antropónimo Teresa (T-e-r-e-s-a) tenemos un Eres ta. Sólo le faltaría el sonido ene que pudo completar la tormenta o el acento germano.  ¿Y tú vas a Berlín? Estás que sí, con lo caro que es el billete, afirma Yaroslav.  Voy solo de vacaciones, precisa Teresa. ¿Y tu abuelo conoce a algún nazi?  Silencio, chicos,  por favor.  Pudo haber dicho Teresa la boca de anciano, es cierto, pero esa posibilidad no convence a mi oreja izquierda. Tuvo a la boca de anciano demasiado cerca: a escasos milímetros de ser rozada, a esa distancia que requieren los secretos. A ella iba dirigido ese ronco pero armonioso Eres tan, me asegura. Me dejo convencer. Es importante que prestéis atención a las instrucciones. Tenéis que incluir obligatoriamente en la primera oración de vuestro relato las dos palabras que han propuesto vuestras compañeras: lluvia y anciano.  ¿No puedo elegir graffiti y gorra? No. ¿Y espray y pared? No, Julio. Ni tampoco dinosaurio y pituitaria. Suspiro, respiro y explico. Las palabras son lluvia y anciano. ¿Queda claro? ¿Y podemos usar palabrotas? Si creéis que así el relato va a reflejar mejor el registro coloquial de los personajes, no veo el problema. ¡Qué rara eres profe!, sentencia la boca de Teresa. Ningún profe nos deja poner palabrotas. Tal vez la boca de anciano se comunica conmigo a través de la boca de nieta.  Estoy junto a la pizarra todavía limpia, con esa tonalidad verde oscura uniforme que solo tienen las pizarras los lunes a primera hora. Eres tan ra-ra. ¿Soy rara? ¡Manos a la obra! Pero profe, no entiendo muy bien lo que hay que hacer, protesta Jorge. ¡Qué pesado eres, George! Si quieres te hacemos un croquis. Risas. Yo solo digo que la profe podía poner un ejemplo en la pizarra.  Me parece bien. Reflexiono un segundo, parto de un golpe seco, casi ritual, una de las dos tizas blancas sin estrenar que encuentro alineadas en el poyete del encerado, junto al borrador.  Escribo con trazo firme: “En aquel día de lluvia, el anciano susurró a la mujer que esperaba en el semáforo Eres tan”. Subrayo con fuerza las palabras lluvia y anciano. Tereeesa, tu abueeelo es un vieeejo veeerde, canturrea Julio.   Risas, las de Marcos, Roberto y Jorge. Las de Sandra, Silvia y Sara. ¿Qué ha dicho Julio? Que el abuelo de Tereeesa es un vieeejo veeerde. Nuevas risas. ¡Marcos, silencio! ¡Profe, eso es un parte!, sentencia Teresa. Andrea levanta la mano. Dime, Andrea. Ana, yo creo que esa oración que has escrito no tiene sentido. ¿Por qué? Nadie va por ahí diciendo Eres tan. ¿Eres tan qué? ¿Nadie? Pregúntaselo al abuelo de Teresa se puede leer en el bocadillo que surge encima de mi cabeza. Es verdad, asiente Teresa. Es una oración muy rara, profe. Rara de nuevo en la boca de nieta. Siento mucho calor en mi oreja izquierda. Sin duda ese era el adjetivo. Os aseguro que el resto del relato podría darle sentido a esta oración que, así a secas, sola, os produce tanta  extrañeza. Les sirve mi razonamiento. Respiro aliviada. La humedad que todavía guardo en mi cuerpo me tiene algo aturdida. Comenzad a escribir vuestra historia. Esta técnica os ayudará a perder el miedo a la página en blanco. ¡Que levante la mano quien todavía tenga pesadillas con el monstruo de la página en blanco!, bromea Gonzalo. ¿Soy tan rara? Yo sólo tengo pesadillas con los granos de… Interrumpo a Julio. ¡Julio! Mi exclamación se tira en plancha para atajar cualquier posible improperio. Miro de reojo a Andrea. En un gesto instintivo, Andrea se lleva las manos a la cara.  Una más y te quedas sin recreo. Reserva tu sarcasmo para el cuento, hombre. Venga, a trabajar. Los bolígrafos abandonan su estado de reposo. Parece que las historias comienzan a surgir en los renglones del aula. La mayoría escribe con bolígrafo azul. Sólo Álvaro lo hace a lápiz, por lo de su disgrafía. Era rara, boca de anciano, ¿verdad? Noto polvo de tiza en  mis manos. Lo extiendo como cuando los gimnastas se embadurnan con talco para no escurrirse de la barra fija. A veces ser profesor produce vértigo. Puedes escurrirte en cualquier momento, puedes equivocarte en cualquier momento. Y equivocarte sería  equivocarlos. Tal vez el polvo de tiza me da seguridad. Me asomo por el cristal mojado de una de las cuatro ventanas batientes del aula. A través de las gotas de lluvia aprecio la brillante loneta de un clásico paraguas negro de bastón. Bajo él tal vez  la boca de anciano. Puedes irte, ya sé lo que soy. Miro a mis alumnos. De forma mecánica he vuelto a coger un trozo de tiza. Necesitaba completar mi definición; odio las cosas a medias: los puntos suspensivos, los poemas inacabados, las relaciones de una noche. Odio mi nivel medio de inglés, los anuncios que  interrumpen el beso de Burt Lancaster y Devorah Kerr en la playa, el sexo sin amor.  Odio no llegar y que no llegues. Odio los nombres abreviados, los cuatro coma cinco y no saber por qué estúpida razón Nahla se casa dentro de un mes y abandona los estudios. Pero, sobre todo, odio tu indecisión, Javier Blanco. Suspiro, respiro y me contesto: soy tan rara.  Por fin, completado el enunciado, descubierto el ansiado adjetivo vuelvo a estar tranquila. Eres tan rara. Ahora todos escriben, incluso Yaroslav,  y eso sí que es raro. Miro de nuevo por el cristal de gotas engastadas: ha dejado de llover. El clásico paraguas negro de bastón ya no está.  Tal vez se encuentra  en  alguno de estos relatos resguardando de nuevo a la boca de  anciano de la lluvia.  

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